sábado, 8 de marzo de 2014

A MIS HIJOS PREDILECTOS...


A mis hijos predilectos, buscad a Jesús para apagar vuestra sed de dicha; id donde Él para satisfacer vuestra gran necesidad de amor: apoyad vosotros también la cabeza sobre su Corazón, para oir su latido; vivid siempre con Él, vosotros que habéis sido llamados a ser los Juanes de Jesús Eucarístico.

Os confío ahora mi querer maternal que Jesús Eucarístico encuentre, en vuestras iglesias, su palacio Real, donde es honrado y adorado por los fieles, donde es también perennemente rodeado por innumerables ejércitos de Ángeles, de Santos y de almas purgantes.

Procurad que el Santísimo Sacramento sea también rodeado de flores y de luces, como señales indicadoras de vuestro amor y de vuestra tierna piedad.

Exponedlo frecuentemente a la veneración de los fieles; multiplicad las horas de adoración pública para reparar la indiferencia, los ultrajes, los numerosos sacrilegios y la terrible profanación, a la que es sometido durante las misas negras, un culto diabólico y sacrílego, que siempre se está difundiendo más y que tiene como cumbre acciones abominables y obscenas hacia la Santísima Eucaristía.

Por esto el mundo está sumergido en la noche más profunda, en las tinieblas del pecado y de la impureza, del egoísmo y del odio, de la avaricia y de la maldad y ya parece que no hay nada capaz de detenerlo de caer en un abismo sin fin.

A vosotros, mis Sacerdotes predilectos, que sois llamados a ser la luz del mundo, que os corresponde ahora la tarea de iluminar la tierra, en estos días de intensa oscuridad.

Entonces hoy os pido que me dejéis entrar en vuestra vida sacerdotal, porque ha llegado también la hora del triunfo en vosotros del Corazón Inmaculado de vuestra Madre Celestial.

Hijos predilectos, al igual que mi Corazón se llena de gozo al veros, en una sacerdotal peregrinación de adoración de gracias hacia Jesús, mi Hijo y mi Dios, presente en la Eucaristía, para consolarlo de tanto vacío, de tanta ingratitud y de tanta indiferencia, de los que está rodeado en su presencia real de Amor, en todos los Sagrarios de la tierra, por parte de tantos hijos míos, sobre todo por parte de muchos hijos predilectos, los Sacerdotes. Os doy gracias por el gozo que dais al profundo dolor del Corazón Inmaculado de vuestra Madre Celestial.


 Yo soy la Madre del Santísimo Sacramento.

He llegado a serlo con mi Sí, porque, en el momento de la Encarnación, he dado la posibilidad al Verbo del Padre depositar en mi seno virginal y, aunque yo sea también verdadera Madre de Dios, mi colaboración sin embargo se ha concretado sobre todo en dar al Verbo su naturaleza humana, que le permitiera a Él, segunda persona de la Santísima Trinidad, Hijo co-eterno del Padre, hacerse en el tiempo también Hombre, verdadero hermano vuestro.

Al asumir la naturaleza humana, le ha sido posible realizar la obra de la Redención.

Como soy Madre de la Encarnación, soy también Madre de la Redención.

Una Redención, que se ha realizado desde el momento de la Encarnación hasta el momento de su Muerte en la Cruz, donde, con motivo de la humanidad asunta, Jesús ha podido realizar lo que como Dios, no le era posible hacer: sufrir, padecer, morir, ofreciéndose en perfecto rescate al Padre y dando a su Justicia una digna y justa reparación.

Verdaderamente Él ha sufrido por todos vosotros, redimiéndoos del pecado y dándoos la posibilidad de recibir esa Vida Divina, que ha sido perdida por todos, en el momento del primer pecado cometido por nuestros progenitores.

Mirad a Jesús mientras ama, actúa, reza, sufre, inmola, desde su entrada en mi seno virginal hasta su subida a la Cruz, en esta perenne acción sacerdotal suya, para comprender que yo soy sobre todo Madre de Jesús Sacerdote.

Soy por tanto también verdadera Madre de la Santísima Eucaristía.

No porque yo lo engendré todavía a ésta realidad misteriosa sobre el Altar: ésta es tarea reservada a los Sacerdotes solamente, mis hijos predilectos.

Es una tarea, pero, que tanto os asemeja a mi función maternal, porque también vosotros, durante la Santa Misa y por medio de las palabras de la Consagración, engendráis verdaderamente a mi Hijo.

Por mí lo recibió la fría pesebrera de una fría piedra de un Altar. Pero también vosotros, como yo, engendráis a mi Hijo.

Por esto no podéis sino ser hijos de una particular, más bien muy particular, predilección de aquella que es Madre, verdadera Madre de su Hijo Jesús.
 



Pero yo soy también verdadera Madre de la Eucaristía, porque Jesús se hace realmente presente, en el momento de la Consagración, por medio de vuestra acción sacerdotal.
Con vuestro sí humano a la poderosa acción del Espíritu, que transforma a la materia del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, vosotros le hacéis posible esta nueva y real presencia suya entre vosotros.

Y se hace presente para continuar la Obra de la Encarnación y de la Redención para cumplir en el misterio el Sacrificio del Calvario, que ha podido ofrecer al Padre con motivo de su naturaleza humana, asunta con el Cuerpo que yo le he dado. Así en la Eucaristía, Jesús se hace presente con su Divinidad y con su Cuerpo glorioso, ese Cuerpo dado a Él por vuestra Madre Celestial, verdadero Cuerpo nacido de María Virgen.